La Cámara de Diputados despachó al Senado el proyecto de ley que busca regular las nuevas plataformas de transporte -Uber, Cabify, entre otras-, un paso que si bien avanza en la línea de reconocer legalmente un servicio utilizado por millones de usuarios en el país y en que se desempeñan decenas de miles de conductores, inexplicablemente ha terminado cediendo a presiones por parte de grupos de interés -en este caso, el gremio de los taxis “techo amarillos”-, introduciendo un cúmulo de regulaciones innecesarias, muy alejadas de las oportunidades que abre la llamada economía colaborativa, propia del siglo XXI.

El proyecto ingresado por el actual gobierno, si bien en lo general insistía en una regulación que asimila el sistema a los actuales taxis, al menos eliminaba o atenuaba varias de las equivocadas restricciones que contenía el proyecto presentado bajo la Nueva Mayoría. Lamentablemente, por la vía de las indicaciones se ha vuelto a un proyecto que entrega a la autoridad atribuciones para congelar el parque de vehículos así como el número de conductores, fijar tarifas en determinados casos y prohibir los viajes compartidos, entre otros aspectos.

A nivel internacional ha sido complejo dar con una legislación que regule bien estas aplicaciones, que por lo general colisionan con los sistemas de transporte tradicionales, y levantan suspicacias respecto a los bajos estándares de seguridad que, según algunos, las caracterizarían. Ha sido el caso de Londres, donde Uber opera de momento con licencias transitorias concedidas por vía judicial, debido a los cuestionamientos que le ha formulado la autoridad de transporte; en Nueva York se ha optado por congelar el parque de vehículos de estas plataformas, debido a que estarían saturando las estrechas calles de Manhattan.

Estas experiencias deben servir como insumos, pero cabe no perder de vista que en la medida que estas plataformas son controladas por los propios usuarios -gracias a un eficiente sistema de evaluaciones-, y el número de clientes así como de conductores crece año a año, es muestra de que el sistema no requiere de excesivas regulaciones, sino de un marco general que favorezca la competencia, supla algunos vacíos y busque que el sistema de transporte como un todo aproveche las ventajas de las nuevas tecnologías, mucho más eficientes para calzar en línea los requerimientos de oferta y demanda.

El proyecto de ley, en su forma actual, dista de todo ello, colocando en cambio el acento en regulaciones excesivas. Por ejemplo, los conductores habilitados solo podrán hacer viajes dentro de la región donde se encuentran inscritos, en tanto el Ministerio de Transportes realizará anualmente evaluaciones para definir fundadamente el número de conductores y vehículos que podrán operar, atendidas condiciones de congestión y contaminación en cada zona del país. Y una vez promulgada la ley, los conductores tendrán un plazo de tres meses para inscribirse en los registros, tras lo cual las nuevas inscripciones se congelarán hasta cumplir doce meses, a partir de lo cual el Ministerio evaluará si abre o no nuevos cupos.

No se ve en qué modo todo ello puede ayudar al objetivo de favorecer un transporte moderno y acorde a los nuevos estándares que reclama la ciudadanía.

 

Fuente: Editorial La Tercera, miércoles 24 de abril